domingo, 26 de julio de 2009

Tlahualilo*

I
Caminas, hace horas que el Sol escondió tu sombra entre sus dedos, que se la fue bebiendo lentamente hasta dejarte así: solo, lleno de calor, sediento. Frente a ti, desdibujada, la llanura se pierde en la distancia, en esos días de canícula en que lagartijas y cuervos se despiertan, e hipnotizados, se aferran al espejismo de una noche que no llega. No estarías aquí, en medio de este desierto sin orillas, de no ser por el agua, de no ser porque confían en ti y esperan ansiosos tu regreso. Lo prometiste. Llevarías de nuevo la vida a la región.
Al amanecer, los pocos sobrevivientes te habían acompañado a la salida del pueblo, y entre bendiciones y amuletos, aquellos rostros insepultos se despidieron de ti y te juraron no moverse de aquel sitio hasta verte de nuevo.
Las reverberaciones incendian las últimas montañas; detrás de ellas, lejana como la salud y el sosiego, la única esperanza se levanta: – “Es preciso llegar pronto a Tlahualilo”.
Alguna vez aconsejó Epifanía: –“Atravesar esa sábana de polvo que es el llano; de eso se trata; de eso o de nuestros cuerpos marchitos, mutilados, perdidos para siempre en el misterio de unos ojos que se cierran”.
Por aquella vez, nadie hizo caso de las palabras de la anciana. El asunto no podía ser grave. –“chocheces de la vieja” –decían los jóvenes que de cuando en cuando la escuchaban y que entre tragos de pulque y carcajadas se ponían a imitarla. Pero nadie imaginó que aquellas ronchas y uñas y dedos renegridos tuvieran que ver más tarde con las amputaciones y la muerte. Un día, la palabra terror se instaló en el pueblo. No faltó quien dijera que la había traído el viento, o que era un castigo de Dios. Hombres y mujeres lloraron. Los ancianos rezaron por los niños. No había qué comer. Aquella maldición comenzaba a pronunciarse en brazos y piernas, miembros que tras ponerse morados, se iban secando. Hubo que cortarlos.
Con el tiempo, el número de casos fue en aumento. Los enfermos más graves comenzaron a morir. No se hablaba de otra cosa en la región. Todo parecía confirmar las palabras de Epifanía, de esa partera senil que había traído a todos los niños del pueblo y que gracias a sus dones de bruja y curandera no se le tomaba por demente. Fue entonces que decidieron buscarla. Sólo ella podía tener la solución. Sus conocimientos sobre las propiedades curativas de las plantas, como sus rezos y ofrendas, habían salvado muchas vidas. Se encaminaron a su casa. Iba casi todo el pueblo. El Sol era un huisache luminoso que enterraba sus espinas sobre aquellos cuerpos mutilados. Había que subir a la cima de aquel cerro. Llegar a esa mancha blanca que encerraba una esperanza. Una vez frente a la choza, no hubo señales de la anciana. Cansados de llamarla, decidieron entrar. Todo estaba en su sitio: las ofrendas, las imágenes de San Judas Tadeo, “el milagroso”, como Epifanía lo nombraba; el jarro en la lumbre, los amuletos, todo, pero no ella. Todo, y no esa mujer a la que antes no escucharon. Un escalofrío atravesó sus cuerpos. Estaban solos. Comprendieron entonces el significado de las palabras desamparo, soledad, y con ellas, la definitiva ausencia de la anciana. Después de un largo silencio, alguien recordó sus últimos consejos: -“Si algún día, de tanto sacar el agua de los pozos, ésta se acabara, habrá que ir a Tlahualilo” –y les indicó el camino–. “Muchos días en esa dirección”.
Lo cierto era que el agua no se había agotado. Estaba envenenada. Era ese líquido que en otros tiempos hiciera de aquella comarca la región más productiva del lugar, el que ahora como venganza por sus despilfarros, los estaba exterminando. Alguien dijo “arsenisismo” entre susurros; dolor, muerte entre susurros. La enfermedad era incurable y progresiva.
Había que ir a Tlahualilo, era el único poblado del que se tenían noticias y al parecer el más cercano.
Durante las noches de fiesta, que hacía mucho no veía aquel pueblo, los habitantes se entretenían escuchando los relatos de Epifanía. Era divertido ver a esa mujer, bañada en canas, imitando a los de Tlahualilo. –“En Tlahualilo hay mucho agua” –solía decir–. “La sacan de unos pozos muy profundos; todo está verde y muy bonito; siempre están de fiesta, y además allí vive el licenciado, quien es gente del gobierno y que los ayuda cuando hay problemas, aunque casi nunca está” “A Tlahualilo llegan unos camiones en los que suben a casi todo el pueblo” –y cuando llegaba a este punto, soltaba unas risotadas que contagiaban a todos–. “Les dan de comer –gritaba- y entre música y discursos larguísimos, se los llevan a tachar unos papeles y a echarle porras a un señor” –que según contaba Epifanía, nadie conocía y siempre era calvo y panzoncito. Después de agotado este tema, la anciana se ponía grave. Pataleaba y berreaba como niña. Para ella, la gente del gobierno no sabía de la existencia de su pueblo, por eso no lo visitaban. Epifanía tenía una hermana en Tlahualilo, a la que iba a ver cada año. Por eso sabía esas cosas, y cuando no se volvió a saber nada de la anciana, todos supusieron que allá estaba, con ella y la imaginaban trepada en esos camiones con música y comida, de los que tanto les había hablado. Pero lo que más envidiaban era eso, el agua. Esa agua que se podía beber y no pasaba nada. Es decir, nada que más tarde tuviera que lamentarse.
Por las mañanas no faltaba algún esperanzado que llegara hasta la salida del pueblo, se trepara a una loma y dirigiera la mirada hacia el llano. Una pregunta salía de los que aguardaban abajo: –¿Nada de Epifanía? y la respuesta era siempre la misma: ¡Nada!
Una tarde el cielo se manchó de gris. Aparecieron unas nubes negras y gotas gigantescas cayeron en aquel lugar. La gente enloqueció. Todos salieron de sus casas con recipientes para juntarlas. –“¡Es un milagro! –decían aquellos rostros empolvados. Y brincaban y daban gritos. Incrédulos aún de esa realidad que moja y golpea y que es verídica porque los ojos y el llanto, porque el pellizco y aquella agua seguía allí.
Dos horas duró, después todos regresaron a sus casas. Por la noche hubo gran celebración. Ahora sí podían sentir en su interior una lucecita que brillaba, que negaba en parte todo lo anterior, todo lo otro y el desconsuelo y la muerte le hicieron un hueco a la esperanza.
Como no sabían cuándo volvería a llover, decidieron juntar el agua obtenida y repartirla equitativamente entre todos los habitantes. Desde ese día, quedaba estrictamente prohibido usarla para bañarse o lavar. Los niños tendrían derecho a un pozuelo diario. Los adultos sólo podrían beber lo equivalente a medio pozuelo. Ni una gota más.
Pasados cuarenta días una nueva sombra se apoderó del pueblo. El agua almacenada se agotaba. Unas bocas secas comenzaron a salir de las casas en busca de aquel líquido. Después ya nadie salía. El estar en contacto con el Sol significaba anticipar, en cierta forma, la hora de la muerte. Además, de seguir contemplando aquellos pozos de agua envenenada, corrían el riesgo de beberla en un momento de desesperación, lo que sin duda alguna, les causaría una pronta agonía. Por todo esto y ante la precaución de no cazar ya nada, por temor a que la presa hubiera bebido de aquel líquido letal, el pueblo se volvió nocturno. Ya no había razones para abandonar aquellas cuatro paredes que los guardaban y protegían de todo lo de afuera.
De día, aquellos seres eran unos rostros que tanteaban la vida a través de una ventana o de una puerta apenas entreabierta. Eran una mirada perdida en la trasparencia de aquel cielo sin nubes. De noche eran unos bultos deambulando por la plaza, eran una caravana de lamentos que subía y bajaba por aquellas calles empedradas. Bastaba salir a la noche para escuchar las letanías: –“Jesús mío, que consolaste a las mujeres de Israel que llorando te seguían”. –“Y nunca dejar de honrarte como a mi especial y poderoso protector y hacer todo lo que pueda para extender tu devoción. Amen”.

Durante muchas noches se destinaron rezos y ofrendas para ver si el milagro volvía a repetirse. Fue inútil. Cuando levantaban la mirada al cielo descubrían con desaliento que no había nubes, y si trepaban a la loma, no veían señales de la anciana. Fue por entonces cuando se decidió juntar la poca agua que quedaba. Era preciso ir a Tlahualilo. Pedir ayuda, aunque quizá, ya era muy tarde para eso. Iría una persona. El agua disponible no alcanzaba para más. Pero ¿quién estaría en condiciones de realizar aquella travesía? El arsénico que tenía el agua había dejado a la mayoría de los habitantes sin una pierna o sin un brazo y los menos graves presentaban heridas que seguramente les impedirían llegar a Tlahualilo.

Aquella noche, los pocos sobrevivientes se reunieron en la plaza y como todas las noches, aquel pueblo pareció revivir bajo la luz del plenilunio. Se podía escuchar el silbido de las faldas camino al punto de reunión y adivinar el rostro que cubrían los rebozos y sombreros. Una vez en la plaza, la sorpresa fue general ¡Gaudencio! –exclamaron todos y sonrieron al encontrar tu cuerpo entero y sano. Ese cuerpo del que ya nadie había sabido nada y que como cosa de brujería se mantenía tan lejos de la muerte. El encierro que habías tenido desde que se fue la anciana, hizo que aquella gente te olvidara. Entonces Recordaron que nadie había aprendido mejor que tú los consejos de Epifanía. Todas esas tardes pasadas a su lado te servirían para dar con ella. Además, la anciana misma solía decir que si alguien podía llegar a Tlahualilo, ese alguien eras tú, su nieto. Que tu juventud, salud y fuerza eran las mejores armas para luchar contra el desierto. Todos los ojos apuntaron hacia ti. Ya no había qué decir. Deberías salir cuanto antes. Darte prisa. La vida de todos dependía de ti. Aquella misma noche se hicieron los preparativos para que al amanecer partieras rumbo a Tlahualilo. Todo el pueblo te iría a dar la despedida y a desearte la mejor de las suertes.

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II
Después de tanto caminar sobre ese cuero viejo y arrugado, con grietas por aquí y por todos lados; después de tantos días metido en ese infierno, entre lagartijas y piedras y aquella tierra buena para nada, comienzan a aparecer las primeras manchas verdes, los primeros árboles.
–“Cuando llegues a donde hay unos nogales muy grandes, subiendo una lomita, el cerro del pueblo que le llaman habrás llegado; desde ese lugar se divisa Tlahualilo; entonces te sentirás como resucitado no más de ver tanta verdura y la iglesia y esa lluvia de tejas cayendo sobre la blancura de las casas; y te dirás es cierto, aquí está, si existe Tlahualilo”
Nunca habías escuchado tan claras las palabras de Epifanía. Su voz, aunque ausente, recobraba pata ti una presencia casi tangible en aquellas latitudes.
Nunca habías escuchado tan claras las palabras de Epifanía. Su voz, aunque ausente, recobraba pata ti una presencia casi tangible en aquellas latitudes.
De pronto, la sensación de haber estado antes en aquel lugar se apoderó de ti. Lo conocías tan bien, tan a través de los relatos de la anciana, que allí estaban: la iglesia, las casas, los campos de cultivo. Todo había sido descrito con detalle. La entrada al pueblo, la plaza. Todo en su lugar, y sin embargo, algo hacía falta. Un calor especial, un ajetreo natural que debería estar y no estaba. Algo pasaba, porque en las calles, nadie.

Te encaminaste donde seguramente estaría la anciana: –“Bajando por la calle principal, la más amplia de todo Tlahualilo, has de pasar la panadería de Doña Luz, en esa esquina das vuelta a la izquierda, caminas dos cuadras y encontrarás una casa muy alta, allí vive Macrina Urquizo; mi hermana; toca la puerta y dile quién eres, le dará mucho gusto conocerte”.
El silencio en que se hallaba sumergido aquel lugar te inquietaba. Gotas de sudor removieron tus ideas. ¿Qué pueblo era ese?, ¿a dónde te habían llevado los consejos de Epifanía? Un letrero te volvió a la realidad. Pintadas en la pared unas palabras que decían: “panadería La Luz”. Antes de voltear la esquina alcanzaste a ver en el horizonte una moneda naranja que caía detrás de las montañas y más animado por la inscripción que acababas de leer, bajaste corriendo las dos cuadras. Una construcción de tipo colonial te detuvo. Allí estaba, la travesía había terminado. Detrás de aquellos muros, quizá dormida, la anhelada esperanza queda convertida en un hecho concreto, real, y por lo mismo, alcanzado.
Te aproximas para llamar a la puerta. El mensaje sería breve, apenas tres palabras: –“Abuela, necesitamos agua.”
Después de tocar varias veces, aquella respuesta sorda, muda; aquella voz inexistente, se apoderó de tus sentidos. La idea de que la casa estuviera deshabitada, era por sí sola, aterradora; y ésta, aunada a la soledad de aquel sitio, a la urgencia precedida por la imposibilidad y a la duda, te dejaron sin fuerza. Había oscurecido.
El silencio con el que la noche envuelve todos los objetos, hizo llegar hasta tus oídos los lamentos de una mujer. Su voz se oía tan clara que pensaste que no podía estar lejos. Fue cuestión de avanzar unos pasos para que quedaras frente a ella. Aquel rostro te llenó de asombro. –“¡Abuela! –gritaste– ¿qué haces aquí?, ¿por qué no hay nadie en este pueblo?”.
La mujer tomó tus manos y rompiendo en sollozos murmuró: –“Gaudencio, también en Tlahualilo el agua está envenenada; mi hermana y todos murieron esperando al licenciado; él dijo que nos ayudaría, que iría por agua; seis meses hace de eso; yo creo que ya nos olvidó”.
La mujer cayó muerta de sed entre tus brazos y tú cerraste sus ojos como quien da vuelta a la última página de un libro.

*Publicado en el Libro de Cuentos Sinfonía del Hombre, 1987